Hay una bomba en el Congreso
Una nueva versión -un poco más joven, pero con los mismos vicios- de aquella empleada pública que caracterizaba Antonio Gasalla está sentada detrás de un alto mostrador que la cubre casi por completo. No contesta el saludo y mucho menos pregunta qué es lo que necesito. Sólo mira a quien se anuncia, escucha, y levanta el tubo del teléfono para pedir las autorizaciones correspondientes. Después del visto bueno, el policía que oficia de confidente de la recepcionista me invita a pasar mi escuálido morral por el scanner, pero ni siquiera relojea el monitor para determinar qué tan peligroso puedo llegar a ser. Cuando paso a través del detector de metales, las luces de alerta se encienden y suena la alarma, pero nadie me detiene. Yo no soy la excepción. Ya había sonado una decena de veces antes de que llegara mi turno. Así se entra al edificio donde día a día se define la vida política del país: el Congreso de la Nación argentina.
Por el Salón de los Pasos Perdidos van y vienen decenas de caras mediáticas que se politizaron durante los últimos años: aparece el histórico conductor de TVR Claudio Morgado y la ex presentadora de televisión Lidia Elsa Satragno, más conocida como “Pinky”. Su look tercermundista a lo Debbie Harry convive con las desprolijas barbas de Claudio Lozano y con la paquetería de las diputadas del Pro que compiten para ver quién gasta más plata en el vestuario. Patricia Bullrich desfila -con su caminar apretado y cara fruncida- rozando a los periodistas de las cadenas de noticias y suplica por una entrevista que durante esa tarde jamás le harán.
En medio de ese circo, logro encontrar a ella, la mujer más joven en asumir una banca. Como de costumbre, está sobre sus tacos altos, con jeans apretados, musculosa blanca con pronunciado escote, un chaleco negro, y argollas gigantes que cuelgan de sus orejas. Victoria Donda Pérez conversa jocosamente con su asistente, al mismo tiempo que pasa la mano abierta entre sus pelos, como si estuviera en una eterna publicidad de shampoo, un tic constante. Algunos la definen como la femme fatale de la Honorable Cámara de diputados, otros la llaman la zurdita. “Soy una militante”, aclara ella con la sonrisa que forman sus labios carnosos que son el marco de una dentadura en mantenimiento, llena de alambres.
“Las sesiones suelen ser muy aburridas y hay veces en las que tengo ganas de decirle a algunos diputados ‘larguen la farsa’. Entro cuando me toca votar y después me voy”, reconoce sin ningún pudor, segundos antes de ingresar al recinto. Allí comienza a esquivar las bancas con las manos en los bolsillos y los hombros hacia atrás, en una mezcla de timidez con sensualidad.
Más tarde, en su despacho personal aparecen los pósters del Che y de Evo Morales que pregonan por una unión latinoamericana para construir un futuro en común alejado de los modelos neo liberales que impone el primer mundo. Son los mismos afiches que se animó a colgar cuando era adolescente en el cuarto que compartía con su hermana dos años menor, quien completó los blancos de la pared con imágenes de Cristian Castro y Brad Pitt. La escena se daba en la casa de un ex militar, la persona que hasta el 2004 siempre había llamado “papá”.
Dos historias, una persona
Victoria es la nieta número setenta y ocho en ser recuperada por las Abuelas de Plaza de Mayo. Antes su nombre era Analía, la hija que Graciela y Raúl habían tenido en 1979. Ella, una ama de casa y él un verdulero de Dock Sud que había dejado atrás un cargo de suboficial dentro de la Prefectura. Lo que Analía no supo hasta el 2003 fue que Raúl había participado de las torturas en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada y que tenía una gran afinidad con el jefe de su grupo de tareas, el represor Héctor Febres.
“Una noche sonó el teléfono y una voz me avisó que mi papá se había disparado en la boca. El disparo falló. No murió y estaba internado en terapia intensiva”, recuerda Victoria. Una vez en el Hospital Naval se enteró por una placa roja de Crónica que el nombre de su “papá” figuraba en la lista de extradición que había presentado el juez español Baltasar Garzón. Raúl aparecía junto a otros cuarenta y seis militares denunciados por torturar y desaparecer a ciudadanos españoles durante la última dictadura. Ese era el primer estallido importante que tendría en su vida. “No sabía si llorar por la salud de quien me había criado o por enterarme que mi papá era una de las personas por cuyo encarcelamiento había luchado durante años” explica ella que por aquellos años ya era una estudiante avanzada de derecho de la Universidad de Buenos Aires y militante de izquierda.
Con ese trágico descubrimiento empezaría una nueva vida. A las pocas semanas, integrantes de HIJOS se acercaron para comunicarle las conclusiones de una larga investigación: había muchas probabilidades de que fuera hija de desaparecidos. Esa noche regresó a su casa y sacó del fondo del armario de la cocina el revólver de servicio de Raúl. Acarició el arma, pero finalmente se dio cuenta de que el suicidio no estaba en sus planes.
Con su supuesto padre internado y el dolor de su madre, había poca gente disponible para pedir las explicaciones necesarias. Después de mucha reflexión, se animó a hacerse los análisis de ADN que arrojaron un 99.99 por ciento de posibilidades de que fuera hija de María Hilda “Cori” Pérez , una militante de la Juventud Peronista, y José María “El Cabo” Laureano Donda, un integrante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. De un día para otro, descubrió que no había nacido en 1979, sino dos años antes en la ESMA. Eso la llevó a decidir no festejar nunca más su cumpleaños y a sumarse un año cada vez que se empieza un nuevo almanaque. A pesar de haber nacido hace treinta y dos, ella se presenta como de treinta. “No voy a permitir que me roben dos años. Todavía me faltan muchos años de terapia para entender el cambio”, agrega.
Así pasó de ser considerada la hija rebelde de un militar retirado a una nieta que recuperaba su identidad. A quienes habían seguido de cerca el caso les gustaba pensar que el destino estaba escrito en su sangre. Pero más tarde descubrirían que hasta compartiendo los mismos genes, las diferencias podían ser irreconciliables.
A todas las madres secuestradas que parían en la ESMA se les hacía escribir una carta a su familia en la que debían informar el nacimiento y solicitarles que se hicieran cargo del bebé. Claro que las cartas nunca llegaban a destino. Sin embargo, en el caso de Cori y la pequeña Victoria, la promesa se cumplió de alguna manera. Las noticias llegarían al capitán Adolfo Donda -a cargo del grupo de tareas 3.3.2-, cuñado de Cori, que años atrás había sido el padrino del casamiento entre ella y el Cabo.
Todas las decisiones que se tomaban en el centro de detención clandestino pasaban por el tío de la recién nacida, que no tuvo ninguna objeción en que cedieran a su sobrina y en que “trasladaran” a Cori para que no volviera a aparecer nunca más.
La historia de los Donda siempre tuvo diferencias irreconciliables. Según varios testimonios, el padre de los hermanos Donda, don Telmo, solía decir: “Tengo dos hijos. Uno está muerto por haber sido montonero y el otro está muerto para mí por haber sido un asesino”.
La secuencia se repetiría en la siguiente generación. Cuando Victoria recuperó su identidad pudo conocer a su hermana biológica dos años mayor, Eva. Desde el 2004, sólo se vieron tres veces. Muy parecidas físicamente, a exceptuar por el pelo rubio de Eva, las hermanas parecen mellizas. La mayor fue criada por su tío Adolfo, a quien todavía agradece por salvarla de lo que ella cree fue el abandono de sus papás. Pero esa no es la única diferencia. También acompaña a Cecilia Pando en sus actos de la plaza San Martín donde se reivindica el pasado militar. La familia Donda está marcada por las antinomias. “Poco a poco estamos intentando construir una relación en la que no se hable de política”, intenta convencerse Victoria, aunque en realidad está bastante desesperanzada.
Con su pasado no resuelto, pero sí revelado, el camino quedaba allanado para continuar con la lucha social que siempre la había motivado.
Los cambios en su militancia
“Largá a los pibes la puta que te parió, largá a los pibes la puta que te parió” corea una muchedumbre frente a la Comisaría segunda sobre la calle Perú en apoyo a un grupo de manifestantes que había sido detenido un par de horas antes en Plaza de Mayo. Victoria está en medio de los cánticos, pero no es una más. Es reconocida como líder. Por eso enfrenta con toda la seguridad las vallas que había puesto la Policía y pasa sin siquiera pedir permiso. Tiene vía libre, privilegios de ser diputada o simplemente conocedora de sus derechos, quién sabe.
Victoria siempre tuvo claro que quería ayudar a los demás. Incluso desde que era Analía y tenía que disfrazarle a Raúl los encuentros con sus compañeros militantes. Las conferencias en Rosario se transformaban en viajes estudiantiles y las protestas en Plaza de Mayo en salidas al cine con su novio. Primero empezó como voluntaria en hogares de ancianos a través de actividades que organizaba la iglesia de Bernal, su barrio, y más tarde llegó al movimiento Libres del Sur, donde encontró su identidad política.
“La acción social por sí misma se agota en un punto, no lográs cambiar nada. Me empecé a meter en los barrios más humildes de La Boca y el Doke”, explica hoy, algo alejada de todo eso por su ajustada agenda parlamentaria. Sin embargo todavía se la puede ver junto a las masas, como una chica de barrio más. Ya sea en la puerta de la comisaría, en el hotel Bauen exigiendo una nueva Ley de quiebras “para los trabajadores y trabajadoras”, como le gusta decir a ella, o junto a los homosexuales para apoyar el matrimonio gay.
Sus días son agitados y cuando cae la noche vuelve a su casa donde se encuentra con su novio -ya perdió la cuenta de cuántos tuvo-, un viejo compañero de militancia. También está ahí su gato Roberto, al que llama por su nombre completo cuando está enojada: “¡Roberto Santucho, vení para acá!”.
“No tuve miedo de enamorarme del cargo en el que estoy, pero tengo mucho cuidado de no caer en eso. A los treinta años tenés que tener la preocupación de no subirte al caballo. Hay un montón de gente como yo en formación de ser un cuadro político. La única forma de no creértela es ponerte las zapatillas y estar en la calle”, sentencia con una seguridad que asombra.
Su espíritu de líder se empezó a gestar desde chica. En el colegio se creía una súper dotada por ser la más astuta de todas sus compañeras y por haber desarrollado tan rápido las curvas de su cuerpo. Aunque en realidad todo eso se debía a que era dos años mayor, le sirvió para formar lo que es hoy: una mujer que siempre se hace notar.
En busca del estallido
No sólo por su edad, en el recinto del Congreso ella es especial. Cada vez que toma lo palabra desde la última hilera de bancas, todos se dan vuelta para mirarla. Ya quedaron atrás los primeros meses en los que no entendía de qué se hablaba en las sesiones. Si bien reconoce que seguramente haya llegado a ocupar una banca por ser “hija de”, desde el 2007 –año en el que asumió- trabajó para dejar en claro que no sería un títere del oficialismo que se le acercó apenas su caso salió a la luz.
Hace un año rompió con el kirchnerismo por sentir que el matrimonio santacruceño había destrozado la idea que la tenía tan enamorada: “Los Kirchner no representan más la redistribución de la riqueza”, explica. Pero sus intereses personales no cambiaron y hoy sigue defendiendo a la misma gente con la que trabajó durante sus primeros años de militancia y ayuda social en el conurbano bonaerense. En el 2011 dejará de ser diputada y hasta entonces tiene un gran compromiso. Tendrá que demostrar que desde el Congreso se puede hacer más que desde la acción social que desestimó tiempo atrás.
“El Congreso siempre estuvo a espaldas del pueblo y yo llegué para representar a los que menos tienen”, explica ella, que el veinte de diciembre de 2001 salió a la calle a pedir que se vayan todos. En ese verano tampoco tenía problemas en insultar a los diputados en la cara. “Es raro estar del otro lado ahora. Al principio, a muchos le llamaba la atención mi presencia”, reconoce, aunque también aclara que hoy tiene una relación cordial con la mayoría de los bloques: “Federico Pinedo está en las antípodas de mi pensamiento, pero tenemos un buen trato. Con Graciela Camaño tengo un problema, no puedo conectarme. Pero nada se compara al vínculo que tengo con Nora Ginzburg que defiende a los asesinos de mis viejos. No puedo siquiera saludarla”.
Victoria es como un artefacto peligroso para “la normalidad” del Congreso, uno que ya estalló hace ocho años y que ahora los más conservadores monitorean celosamente para evitar otra explosión. Aunque mira tímidamente el futuro y asegura que estará en donde sus compañeros quieran que esté, sabe que en ella se encarnan muchas organizaciones sociales y la proclamada nueva cara y cuerpo de la política. Una verdadera bomba, en busca de la victoria.