Roma sin maquillaje
Roma no necesita la elegancia de Londres, la simpatía de Amsterdam, la picardía de Barcelona ni las luces de París.
Está tan segura de sí misma que no busca ser servicial ni moderna. No sabe de prolijidad ni se molesta por la limpieza. Es más bien sucia y caótica. Es todo lo que convertiría a cualquier ciudad en detestable: chismosa, ruidosa, omnipresente y conservadora.
Pero es la más linda. Ella lo sabe y cada tanto deja la arrogancia de lado y me regala una postal entre sus laberintos, un aroma o un sabor.
Será historia a cada paso pero su mayor atractivo es estar libre de tibios. Acá se discute con la misma vehemencia sobre racismo que sobre comida. Porque el que apoya los crímenes del neoliberalismo podrá ser un hijo de puta, pero aquél que no come la pasta al dente, mamma mía, a ese mejor identificarlo y tenerlo lejos.
Es convicción pura y exige acompañar cada frase con el cuerpo: levantar los hombros, estirar los brazos y señalar cosas que no importan después de haber hecho montoncito con la mano durante quince segundos.
Por más que intente ser fea, nunca podrá conseguirlo. Roma es hermosa y no sabe de maquillaje.